Tecnología aplicada al seguimiento de aves migradoras
Todos algunos vez nos topamos con especies que vienen al país tras volar miles y miles de kilómetros. Son las aves migratorias. En el mundo, cada año 50 mil millones de individuos emprenden sus viajes con variados destinos y los científicos las siguen de cerca con ayuda de diferentes tecnologías.
Toda la población humana del mundo multiplicada por siete es la cantidad de aves que cada año emprenden su vuelo migratorio para encontrar un mejor lugar en el planeta donde tener cría, pasar el invierno u otras razones aún desconocidas. Los cielos son testigos de su epopeya, que sólo en América del Sur supera a las 230 especies, y que por su magnitud se ubica tercera en el mundo. Desde la tierra algunos observadores a veces las avistan por casualidad, mientras los científicos no les quitan los ojos de encima, porque ellas despiertan numerosos interrogantes, desde saber cómo son sus rutas, qué hacen, cómo viven y cuál es su importancia.
“Cuando en 2005 estalló el caso del virus de la influenza aviar de alta patogenicidad (la famosa cepa H5N1) y que las aves migratorias podrían participar en su diseminación, surgió por parte de las autoridades nacionales una necesidad urgente de contar con información sobre el tema”, recuerda Víctor Cueto, del Centro de Investigación Esquel de Montaña y Estepa Patagónica de CONICET y Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco. “En ese momento, si bien contábamos con información general, por ejemplo, que no había migraciones de aves entre Asia y América del Sur; muchas de las preguntas que teníamos eran imposibles de contestar y se necesitaba desarrollar proyectos de largo plazo para lograr responderlas”.
Bandadas que en algunos casos pueden portar pestes y, en otros, por el contrario, combaten plagas de insectos. También participan en la diseminación de semillas, y resultan claves para regenerar bosques dañados por cataclismos, como se demostró en Patagonia. Además, colaboran en la polinización, y en algunos casos, si desapareciera el ave migratoria, generaría problemas en ciertas plantas. Van de aquí para allá. ¿Por qué? “Esa pregunta aún no tiene una respuesta concreta. Existen varias hipótesis. En principio, estarían buscando sitios apropiados para reproducirse, disponibilidad de alimentos y hasta lugares de nidificación”, indica Diego Tuero, de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires (Exactas-UBA).
¿Hacen siempre el mismo camino? ¿Cómo se orientan? ¿Vuelven todos? Los interrogantes se suceden y las respuestas deben sortear numerosos desafíos ya que se debe seguir al objeto de estudio a metros de altura y por miles de kilómetros de extensión. “Uno de los problemas que se plantea es la logística para estudiar este tipo de especies. Igualmente, en los últimos años ha habido desarrollo de tecnología y metodología que nos han permitido conocer un poco más sobre la ecología y su biología”, remarca José Hernán Sarasola, del Centro para el Estudio y Conservación de las Aves Rapaces en Argentina (CECARA) de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad Nacional de La Pampa.
Datos al vuelo
Hace tiempo que lo están esperando en la Patagonia. ¡Al fin regresaron! Uno de ellos está en la mira porque carga una mochila de medio gramo de peso con tonelada de información. Atrapar con una red a este individuo de 16 gramos de peso es la primera opción. Si esta estrategia falla, los científicos le tenderán la trampa de “la momia”. Se trata de un modelo hecho a su imagen y semejanza pero de porcelana fría, que no está solo. Cuenta con un grabador que emite sus vocalizaciones o cantos de defensa e intenta hacerle creer que hay un intruso en su territorio. Al pretender desalojarlo, el incauto debería caer capturado. Si este plan B también sucumbe, queda esperar a que forme su nido, críe a su familia y, en un descuido, apresarlo sin dañarlo, para quitarle el tesoro: el geolocalizador, un dispositivo que guarda datos clave del viaje migratorio, en este caso, del fiofío silbón.
“Me dio miedo que el ave se me escapara durante el proceso de sacar el geolocalizador, algo que puede suceder, o bien que el dispositivo se cayera al pasto cuando lo quitaba, y no encontrarlo”, relata Cueto sobre la primera vez que logró recuperar el aparato de 2,5 centímetros colocado en un fiofío silbón en Esquel. “Si bien en ese momento estaba muy entusiasmado –agrega–, la parte más eufórica fue en la oficina cuando conectamos el geolocalizador a la computadora y vimos que tenía registros almacenados porque muchas veces al ser instrumentos tan pequeños fallan y no graban”.
Un programa procesó los datos que el ave había cargado sobre sus espaldas y permitió generar un mapa por donde el animal había estado. “Comprobar que había migrado desde Esquel hasta la zona de Espíritu Santo, en Brasil, fue un momento inolvidable y bien valió los días que pasamos en el campo. Por supuesto, a la noche hubo brindis y muchos mensajes entre quienes compartimos la pasión por conocer algo de la biología de las aves”, confiesa Cueto.
Este aparato fue el primero de los siete que, hasta el momento, los científicos lograron recuperar en Esquel. En total, ellos habían colocado estos dispositivos a 35 aves que durante la primavera-verano viven en los bosques patagónicos donde hacen sus nidos y se reproducen. En otoño viajan cinco mil kilómetros para pasar el invierno en el norte de Brasil. “Los datos son almacenados en una memoria permanente cuya retención dura más de veinte años. Por lo tanto, esperamos en el futuro recuperar algunos más”, señala Cueto, quien junto a su equipo aguardará divisar aves con un anillado particular de colores en su pata. Se trata de la señal colocada en el animal para advertir de que carga con un geolocalizador.
Estos minúsculos dispositivos “tienen el potencial de revolucionar nuestra comprensión de cómo las aves migran y las amenazas que enfrentan en el cambiante paisaje de América del Sur”, habían señalado Cueto y Tuero, entre otros, en la revista The Auk, de la Unión Americana de Ornitólogos, en 2013. Y los datos obtenidos les dan la razón al tirar por la borda creencias equivocadas. “Antes de nuestros trabajos se consideraba que las aves migratorias de América del Sur era un sistema formado por especies que realizaban migraciones de corta distancia”, relata Cueto, y enseguida remarca que sus estudios en tijeretas y fiofíos silbadores “demostraron que las aves realizan migraciones de muy larga distancia (en algunos casos de más de 5000 kilómetros), similares a las que realizan especies de Norteamérica o Europa”.
Tijeretas a la vista
Bien conocida en la llanura pampeana por su larga cola que duplica en largo a su cuerpo, la tijereta suele posarse en ramas y alambrados durante la primavera y parte del verano. A fines de febrero ya pasó el período reproductivo, y los extenuantes doce días en que le dieron de comer a los pichones literalmente cada ocho minutos. Al fin, las crías están listas y es hora de prepararse para un largo viaje. En plena ansiedad migratoria, las hormonas se disparan, los animales están inquietos y comen más. “Algunas especies –detalla Tuero– pueden incrementar su peso hasta un ciento por ciento. Metabolizan el alimento más rápido y lo guardan como grasa”.
Es tiempo de volver a casa, a pasar el invierno. Seis de ellas cargarán con geolocalizadores, que “tienen –indica Tuero– un sensor para medir la intensidad de luz. Con un programa de computación especial de acuerdo con la duración del día según la época del año se puede saber en qué sitio estuvo”. Los cálculos se realizarán a su regreso cuando se logre atrapar a las aves que lleven en sus espaldas estos diminutos artefactos, que no deben superar el 3% del peso de la tijereta. Como estas aves paseriformes, más conocidas como pajaritos, son muy livianas, no se les puede cargar con un aparato de posicionamiento global (GPS), que hace un seguimiento en tiempo real y totalmente preciso. Estos dispositivos más pesados se pueden usar en aves de mayor tamaño como las rapaces.
Mientras se aguarda a que se desarrollen GPSs ultralivianos, los geolocalizadores aportan lo suyo. “A partir de estos aparatitos sabemos que las tijeretas atraviesan el Amazonas, van por Bolivia y llegan a los llanos de Colombia y Venezuela”, precisa Tuero. Acumuladoras de millas, pueden volar unos 66 kilómetros por día, durante unas 7 a 12 semanas, y recorrer más de 4100 kilómetros. ¿Cómo se orientan? “Las aves pueden ver la luz polarizada, en distintas longitudes de onda. Algunos proponen que pueden guiarse por el ultrasonido del viento al chocar sobre los bordes de la montaña. Lo más aceptado es que se orientan por la posición del sol y las estrellas y el geomagnetismo terrestre”, dice Tuero, quien resalta la existencia de bandadas juveniles que nunca antes habían migrado y logran hacer solas la ruta migratoria. “Aquí hay un patrón genético que explica la migración. Pero hay especies que pueden pasar de ser migradoras a residentes (no migrar) en pocos años y ahí no hay genética que lo explique”, subraya el científico desde el Departamento de Ecología, Genética y Evolución, en Ciudad Universitaria.
Otra cuestión que trae cola es justamente su cuerpo, que no la ayuda mucho a la hora de volar lejos. “Es llamativa su larga cola, que le podría generar altos costos aerodinámicos para migrar. Debe invertir más energía en moverse”, indica Tuero, que justamente estudia en detalle este tema.
Tanto en las tijeretas como en todas las aves migratorias, el gasto energético que realizan en su periplo es tremendamente alto. “De hecho, es uno de los eventos más costosos que tienen estos organismos. La supervivencia promedio ronda un 30%”, indica Tuero. En otras palabras, para la gran mayoría resulta un viaje de ida, entonces por qué lo hacen. “Uno debería pensar –responde Tuero– qué sucedería si se quedan, tal vez no se reproducirían o su reproducción mermaría mucho. En definitiva, no migrar sería más costoso”, responde.
Nubes de aguiluchos
Exhaustos, extenuados, los aguiluchos langosteros arriban cada año a la llanura pampeana argentina desde el lejano oeste de América del Norte, tras volar unos diez mil kilómetros en algo más de cincuenta días. “Llegaban con tal cansancio al campo bonaerense que prácticamente se los podía agarrar con la mano”, relatan viejos naturalistas sobre estas aves rapaces, que en Estados Unidos y Canadá viven en pareja, aisladas unas de las otras, pero cuando llega el momento de migrar todo cambia.
“En la previa a la migración –marca Sarasola–, los individuos se congregan, van perdiendo el comportamiento territorial y se forman bandadas cada vez más grandes. Salen en dirección al sur, a través de Centroamérica, por donde se ha contabilizado que pasan varias decenas de miles por día. Son nubes. Los aguiluchos tienden a viajar sobre el continente, es raro que lo hagan sobre el agua”.
Su vuelo es parecido al del buitre y al que los humanos recrean con un parapente. “Usan una técnica de planear en corrientes térmicas que los elevan verticalmente, luego las aves se dejan caer y descienden hasta que vuelven a encontrar otra corriente de aire ascendente. Esta es la forma más económica desde el punto de vista energético para hacer un viaje tan extenso”, explica Sarasola.
Cadáveres y cadáveres dispersados por los campos argentinos en la década del 90 encendieron la luz de alarma. En ese momento, investigadores estadounidenses y argentinos registraron más de 5000 aguiluchos envenenados por un tóxico o por alimentarse de langostas tratadas con insecticidas. Se trataba de un producto organofosforado, de nombre comercial Monocrotophos. “A raíz de las mortandades y del hecho de que se trataba de una especie migratoria, en la cual tenían intereses otros países con gran peso como Canadá y Estados Unidos, el producto ha sido eliminado del mercado en muchos países del mundo”, relata Sarasola, y enseguida agrega: “En la Argentina, en 1998 se prohibió su uso, y desde entonces no se han registrado más casos. Fue un logro muy grande. Las instituciones e investigadores que participaron tuvieron reconocimiento internacional porque en muy poco tiempo se pudo detener en la Argentina un proceso que iba a poner en riesgo las poblaciones de esta especie”.
¿Esta mortandad masiva afectaba a todos por igual o alguna población en particular? ¿Estos miles de individuos sobre los campos arados pampeanos provenían todos de Idaho en Estados Unidos o de Saskatchewan en Canadá? “Se lanzaba como hipótesis que los aguiluchos mientras viajaban se segregaban, es decir mantenían su grupo según su lugar de cría. El estudio con isótopos estables permitió responder estas preguntas”, precisa Sarasola.
Las plumas de las aves guardan su marca de origen: ciertas particularidades que permiten descifrar de qué región del planeta provienen. “A partir del análisis de isótopos, uno puede saber dónde creció el individuo”, indica. En el caso de los aguiluchos, el estudio demostró que en nuestro país se mezclan y no se agrupan por sus lugares de cría. “Por lo tanto, la mortandad registrada en el hemisferio sur no iba a afectar a una sola población en el hemisferio norte, sino que sus efectos se diluirían entre todas. Y eso fue lo que pasó”, comprobó Sarasola.
Otra de las viajeras incansables es muy famosa, y esperada con fiestas populares, bombos y platillos; además de tener refranes y canciones con su nombre. Tampoco escapa al estudio de los científicos, como el profesor David Winkler, de la Universidad de Cornell, que dirige el proyecto
“Golondrinas de las Américas” (
http://golondrinas.cornell.edu). Ellos, como otros investigadores de aves migratorias, no pierden de vista su objetivo, pero también voluntarios o aficionados pueden sumarse a través de distintas organizaciones internacionales y locales a disfrutar de sus observaciones. Se trata de elevar la mirada alto, bien en alto; descubrir un mundo; y echarse a volar sin despegar los pies de la tierra.
Por Cecilia Draghi
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